Las vacunas son probablemente el mayor avance contra las enfermedades en la historia de la humanidad. No es una opinión, es lo que asegura la grandísima mayoría de la comunidad científica a la luz de la evidencia de los datos. La Organización Mundial de la Salud estima que evitan entre dos y tres millones de muertes cada año. Sin embargo, al no llegar a todo el mundo, dos millones de personas fallecen anualmente por patologías prevenibles. La poliomielitis, un mal que ocasiona terribles secuelas, está cerca de su erradicación gracias a la inmunización, que también ha logrado rebajar la mortalidad del sarampión en un 74% en solo una década (de 2000 a 2010). Esta enfermedad, que puede ir camino de su completa desaparición por medio de las vacunas, como sucedió con la viruela, está reapareciendo en algunos países ricos donde estaba prácticamente suprimida. En estos mismos lugares, la difteria, una dolencia causada por una bacteria que se caracteriza por la inflamación de las vías respiratorias, es una anécdota, cuando no inexistente. En España, en 1941 se registraron 1.000 casos por cada 100.000 habitantes. En 1945 se inició una campaña de vacunación que fue haciendo desaparecer la dolencia hasta 1987, fecha en la que se registró el último caso. Hasta la semana pasada, cuando se detectó la bacteria en un niño no vacunado en Olot.
En España, como en casi todo el mundo, la inmunización no es obligatoria. Puede rechazarse por motivos de conciencia, por simple ignorancia o por creencias, como sucedió con el menor de Olot, que se encuentra grave. Sus padres son contrarios a las vacunas y partidarios de las medicinas alternativas, según fuentes de la localidad.
A la vista de la efectividad de las vacunas y de lo que puede suponer rechazarlas, la pregunta es: ¿Qué lleva a unos padres a poner en peligro la vida de sus hijos innecesariamente? ¿Cuáles son estos motivos de conciencia o ideológicos que se anteponen a la salud y al avance científico? A medida que la enfermedad va desapareciendo y la población la olvida (los más jóvenes ni siquiera han visto sus consecuencias), el miedo a la dolencia se convierte en temor a los efectos secundarios de las vacunas, que aunque pueden existir, son escasos y, en la grandísima mayoría de los casos, leves. Estos miedos están alimentados por falsas creencias de los padres. Generalmente, quienes deciden no vacunar a sus hijos están muy informados: han leído libros y visitado decenas de páginas de internet, pero están muy mal informados.
Y aquí entran en juego los antivacunas. Mientras organizaciones internacionales recaudan miles de millones de euros cada año para llevar las vacunas allí donde no pueden permitírselas, en los lugares donde sobra el dinero para ellas hay un movimiento que las rechaza “En algunos barrios de California la tasa de vacunación está al nivel de Sudán del Sur”. Los antivacunas inundan internet con falacias y mitos que exageran sus efectos secundarios, falsean los datos para minimizar la efectividad de la inmunización, meten el miedo en nombre de “lo natural” frente a “lo químico”, esbozan teorías conspirativas de las farmacéuticas y los Gobiernos y aprovechan los errores y las negligencias que han existido en la historia de los tratamientos como ejemplos para apoyarlas.
Ante este panorama, quienes beben únicamente de las fuentes equivocadas tienen un total convencimiento de que las vacunas son negativas y que ponen en peligro a sus hijos. A otros simplemente les llega el runrún de que algo malo esconden las inyecciones y deciden evitar ese supuesto mal trago al niño aprovechando la inmunidad colectiva, ya que si la grandísima mayoría de la población está vacunada, los virus o las bacterias que causan las enfermedades no tienen dónde propagarse. Esta postura resulta especialmente irritante. Para empezar, las vacunas no siempre son cien por cien efectivas, por lo que es posible que un niño vacunado se contagie si está expuesto a la enfermedad. Peor aún, hay algunas personas que no pueden vacunarse porque son inmunodeficientes, o porque son alérgicas a algún componente. Esa gente depende de la inmunidad colectiva para su protección. Quienes deciden no vacunar a sus hijos frente a enfermedades infecciosas no solo están arriesgando la salud de sus hijos, sino también la de otros niños.
La siguiente pregunta probablemente sería: ¿qué ganan los antivacunas propagando esta desinformación? Algunos, dinero. Independientemente de que crean más o menos sinceramente lo que dicen, existe un negocio en torno al miedo antivacunas, aunque para otros sean creencias sin ánimo de lucro. La figura mundial más destacada del movimiento es el médico británico Andrew Wakelfield, que en 1998 publicó en la prestigiosa revista The Lancet un estudio que aseguraba que la triple vírica contra el sarampión provocaba autismo; pero el objetivo último de Wakefield era desacreditar la triple vírica para hacerse millonario con vacunas alternativas. El estudio se demostró fraudulento, Wakefield fue expulsado del Colegio de Médicos del Reino Unido y la revista retiró el artículo. Pero esto no impidió que el supuesto informe impulsase el movimiento antivacunación en todo el mundo y que todavía hoy se oiga a quien relaciona los trastornos autistas con las vacunas, a pesar de que cada vez más concluyentes investigaciones rechazan esta asociación.
El problema es que si hay muchos que se decantan por no vacunar, la inmunización de grupo desciende y pueden surgir epidemias. Por eso, hay Gobiernos como el australiano, que están optando por quitar beneficios sociales a aquellas familias que opten por la no vacunación. En algunos Estados de EE UU no se permite escolarizar a los niños si no están inmunizados para evitar brotes infecciosos en los centros educativos, algo que ha sucedido con el sarampión, por ejemplo, en centros alternativos que promulgan una visión supuestamente natural de la medicina.
Las vacunas que se aplican tienen una seguridad y efectividad contrastada. El consenso es el calendario de vacunaciones de la Asociación Española de Pediatría (AEP) . En todos los países son muy similares, aunque no exactamente iguales. Puede variar según la incidencia de unas y otras enfermedades. En otras ocasiones existen pequeñas discrepancias: si hace falta ponérsela a toda la población o no, depende de los riesgos de vacuna, lo que cuesta y lo que hace. Esa valoración puede ser distinta en cada país.
El debate sobre si vacunar o no es claramente un problema del primer mundo. En los países en desarrollo no se pueden permitir ese lujo; la duda no es si aplicar o no las inmunizaciones, sino cómo hacerlo al mayor número de personas posibles para evitar muertes. Muchos cooperantes incluso han dado su vida en el intento, ya que el fundamentalismo islamista en Nigeria y Pakistán ha promovido una cruzada terrorista contra los sanitarios que tratan de erradicar la polio en estos países, lo que supondría otro hito en la historia de la humanidad: suprimir otra enfermedad de la faz de la tierra. Gracias otra vez, a las vacunas.